EL LEOPARDO EN EL PARQUE NACIONAL DEL SERENGUETI
TANZANIA
Fotos: TRAVEL ROAD PARTNERS
El pasado mes de mayo (año 2024) cumplí una aspiración largamente anhelada y que por diversas razones hasta ese momento no había podido satisfacer, viajar a uno de los lugares más icónicos del África oriental como es el Parque Nacional del Serengueti en Tanzania.
EL JARDÍN DEL EDÉN DE LA FAUNA AFRICANA
Con una superficie de casi 15.000 kilómetros cuadrados es el hogar de casi toda la fauna que uno pueda soñar ver algún día en libertad y aunque mi imaginación, una vez confirmado el viaje, se volcó haciendo horas extras sobre lo que allí encontraría, fue desbordada de manera incontenible por la realidad de los muchos momentos memorables que después nos ofrecerían las varias jornadas de safari que realizamos en ese entorno privilegiado.
Uno de esos momentos especiales con los que había fantaseado anticipadamente y que incluso llegué a manifestar en voz alta con los miembros del grupo que ese día me acompañaban en el vehículo todoterreno en el que nos movíamos, era llegar a fotografiar a un leopardo.
Después de varios safaris por distintos países, había tenido que rendirme a la evidencia de que fuera el felino más esquivo de cuantos habitan la sabana africana.
Lo que nunca hubiera podido imaginar es que, menos de un minuto después de pronunciarme esperanzado en poder ver finalmente al ansiado felino y de que Sele (el guía) saltara como un resorte para responderme con la mayor de las convicciones que lo íbamos a ver, se vislumbrara en la distancia una fila de vehículos detenidos junto al margen del camino que indudablemente nos hacía presagiar que “algo gordo” debía estar reclamando su atención.
EL LEOPARDO ESQUIVO… HASTA ESE DÍA
Nos detuvimos al llegar a la altura de los vehículos y tras comprobar que nada había en las inmediaciones que justificara la parada, Sele nos anunció con la ayuda de los prismáticos, que en el único árbol presente en la zona y separado un centenar de metros de nuestra posición, se encontraba un leopardo.
No recuerdo ahora si se desató la que hubiera considerado lógica algarabía entre mis compañeros, pero de lo que no me cabe ninguna duda es que la emoción que me invadió al instante, si no me hizo dar saltos de alegría fue por falta de espacio.
Más aún cuando con la cámara pude localizarlo y acodado en la posición más cómoda que pude encontrar sobre el perímetro de chapa liberado por la capota del todoterreno que en ese momento se hallaba levantada, estabilicé mi pulso y comencé a fotografiarlo.
Sobre una rama gruesa situada a baja altura descansaba plácidamente en una postura que, en una primera impresión equivocada, supuse a horcajadas. Mientras me maravillaba con el moteado de su piel, una suerte de lunares de distintos tamaños que adornan su cabeza, cuello y extremidades y me perdía en los dibujos cual huellas de animales que realzaban el lienzo de su lomo, me percaté de que en realidad lo que colgaba de la rama no eran las dos patas traseras, sino una sola y su larga cola.
Ahí presentí que quizá la postura no resultara tan cómoda para el felino como había supuesto inicialmente y que posiblemente se moviera en breve buscando un mejor acomodo. Ciertamente no estaba dormido y en ese momento sólo deseaba que, si iba a cambiar de posición, se girara previamente hacia el haz imaginario que el objetivo de mi cámara trazaba hasta su actual ubicación, para poder captarlo de frente.
Fue entonces cuando un leve giro de la cabeza hacia su derecha me permitió intuir esa fiereza magnética en su mirada verdosa, preámbulo expectante del espectáculo que, pocos segundos después, me brindaría alineando perfectamente su rostro con el objetivo de la máquina.
Me sentí como el cazador cazado, aguantando la respiración para que la instantánea contara con la mejor resolución posible, desarmado ante ese semblante fijo que me devolvía la lente como si pareciera haberse percatado de que, a pesar de la distancia existente entre los intrusos y él, algo o alguien tuviera la capacidad de entrometerse en el espacio más íntimo del que ahora era su refugio ocasional.
A continuación, se incorporó y tras una pequeña pausa en la que se recortaban al contraluz uno de sus enormes colmillos inferiores y un ramillete de bigotes, se encaramó hasta otra rama a mayor altura para ahí sí acomodarse a horcajadas sobre ella.
Agradecí en ese momento que su exposición a una mejor luz permitiera apreciar aún más si cabe la tonalidad amarillenta de su piel y que el contraste con el verde de las hojas de la acacia y con sus propias manchas cutáneas mostrara una estampa de una fotogenia difícil de superar.
Ahora sí, el felino se colocó a horcajadas sobre la gruesa rama de la acacia
En una posición que no podía ser más que de suma relajación, todavía nos regaló varias instantáneas de su majestuoso porte y de esa faz iluminada por dos soberbias esmeraldas, antes de sumirse en un sopor reparador que nada ni nadie parecía ahora poder perturbar.