UGANDA
MUZUNGUS EN LA NIEBLA
Fotos: TRAVEL ROAD PARTNERS
La bautizada como “la perla de África”, Uganda, es hogar de los gorilas de montaña, una especie que, a pesar de los esfuerzos llevados a cabo en los últimos años en favor de su conservación, sigue encuadrada en la lista de las consideradas en peligro de extinción.
Quizá sea esta la razón por la que los gorilas son el principal reclamo para los turistas que visitan el país.
Si bien estoy convencido de que Uganda es mucho más que los gorilas de montaña que alberga «El Bosque Impenetrable de Bwindi«, no es menos cierto también que la experiencia del viaje resultaría menos memorable si estos enormes primates no poblaran la increíble reserva situada en la esquina suroeste del país.
El día anterior a nuestro encuentro con los gorilas había transcurrido con más de un sobresalto, como si los astros hubieran conspirado contra el programa que teníamos establecido que, de no haberse presentado incidencia alguna, debería habernos llevado hasta Rushaga junto al límite sur de «El Bosque Impenetrable de Bwindi» donde pernoctaríamos, antes del anochecer.
MUKO: DONDE EL TODOTERRENO DIJO BASTA
Sin embargo, un primer problema mecánico que conllevó la sustitución del vehículo en la que perdimos más de tres horas y un segundo percance posterior que no sabría cómo calificar (la tapa del cárter se desprendió y hubo que fijarla improvisadamente con una cuerda), nos obligó a recorrer la pista de montaña que nos conduciría a nuestro alojamiento envueltos en la más absoluta oscuridad, apenas perturbada por la luz mortecina que emitían los faros de nuestro maltrecho todoterreno y sumidos en una no menos acusada incertidumbre.
La carretera de tierra que recorríamos con unas pendientes endemoniadas y unas curvas diabólicas en consonancia con las primeras se convertía en el peor sitio para habernos quedado “tirados”, a pesar de los méritos hasta entonces contraídos para que así hubiera sucedido.
Recuerdo con claridad haber comentado, según enfilábamos los últimos cinco kilómetros de la peculiar odisea terrestre, que ahora entendía el porqué del calificativo de impenetrable.
El humor fácil de la ocurrencia arrancó las risas de mis compañeros que se debatían entre la expectación por lo que pudiera pasar y el nerviosismo por que no se hubiera agotado la cuota de sobresaltos del día.
Es más que probable que con algo de luz y un vehículo en mejor estado, el entorno nos hubiera parecido mucho menos intimidante.
Tras el descanso reparador y con las emociones a flor de piel, más que por los contratiempos de la jornada maratónica del día anterior por lo que nos esperaba hoy, desayunamos poco después de que hubiera amanecido.
Me asomé a la terraza más próxima a la sala donde habíamos cenado ayer a nuestra llegada y acabábamos de desayunar y el paisaje me cautivó por completo.
EVOCANDO «GORILAS EN LA NIEBLA»
Era imposible no evocar el título de la película interpretada por Sigourney Weaver sobre la vida de Dian Fossey que dedicó su vida al estudio y la protección de los gorilas de montaña, no en Uganda, pero sí en las montañas Virunga en territorio de Ruanda y de la República Democrática del Congo.
“Gorilas en la Niebla” (1988, dirigida por Michael Apted) resumía del modo más breve y preciso posible lo que mis ojos divisaban desde aquella plataforma y mis pensamientos intuían que se encontraba bajo esa espesura exuberante (otra vez golpeaba mi mente el atributo de impenetrable) del bosque de Bwindi.
UNA PRIMERA TOMA DE CONTACTO CON EL HOGAR DE LOS GORILAS DE MONTAÑA DE BWINDI
Una fina gasa algodonosa cubría hasta donde alcanzaba la vista el manto tupido de vegetación que, como una gruesa prenda de invierno, arropaba los suaves perfiles redondeados de unas montañas indescifrables para el ser humano y hogar de los poco más de 400 gorilas de montaña del total de aproximadamente 1.100 que habitan actualmente la Tierra.
Desde esa privilegiada atalaya, las certezas se difuminaron y lo invisible a mis ojos se reveló como una realidad incuestionable.
Y es que de no haberme internado en el bosque ese día, a mi regreso del viaje a la perla africana habría jurado haber contemplado a los gorilas, jugando entre ellos, desplazándose por ese medio tan enigmático como lleno de vida o interactuando como pocas horas después pude disfrutarlos.
Sin embargo, de no haber penetrado en esa masa verde insondable, mi recuerdo de Bwindi no habría tardado en diluirse en el terreno de los sueños, en el imaginario de las aventuras leídas pero nunca vividas, en la esperanza de esas emociones algún día anheladas y después no satisfechas.
LA AVENTURA SE INICIA EN RUSHAGA
Tras un traslado en todoterreno de unos 15 minutos hasta Rushaga en donde nos recibieron con danzas y cantos de bienvenida y la preceptiva charla de seguridad a todos los que integraríamos los grupos que luego partiríamos desde allí al encuentro de las diferentes familias de gorilas, nos repartieron en dos grupos de ocho personas, encuadrándonos en uno u otro en función de la distancia de la caminata y la dificultad del terreno esperada.
Por mi parte decidí sumarme a un grupo al que se le había asignado una familia de gorilas cuya ubicación obligaba a un recorrido (siempre estimado, no podía saberse a priori lo que iban a moverse los primates esa mañana mientras fuéramos a su encuentro) de longitud media por el bosque.
No diré lo mismo de su exigencia, puesto que por momentos llegué a verme en alguna que otra dificultad, bien solventada afortunadamente más por los designios del azar (al menos en una de las ocasiones) que por la destreza de mis movimientos en la maraña de vegetación que luego me encontraría.
A las 9 personas (1 más de lo preceptivo) que integramos el grupo nos acompañarían los porteadores que voluntariamente quisimos contratar (uno por persona), un ranger que desempeñaría el papel de líder y brindaba durante el recorrido las correspondientes explicaciones, así como un ayudante cuya doble misión consistía en comunicarse con los rastreadores encargados de localizar a la familia de gorilas y en abrir una senda en las zonas donde no existiera tal, provisto de un palo que eventualmente utilizaba como si de un machete se tratara.
También portaba un arma que añadía un punto de excitación a una experiencia que ya de por sí se presentaba plena de emociones.
En relación con los rastreadores, los otros miembros del grupo que no veríamos hasta la localización de la familia de gorilas realizan una labor esencial para que pueda garantizarse el encuentro con ellos.
Siguen a las familias varias horas después de que se haya producido el encuentro con la finalidad de tenerlos relativamente localizados para la visita del día siguiente.
El primer tramo de nuestro recorrido en subida y a partir de un cierto punto en descenso, lo realizamos sobre una tira más o menos despejada de terreno que hacía indicar que la ruta era frecuentemente transitada.
BAJO UNA FINA LLUVIA EN LA EXHUBERANTE VEGETACIÓN
En esa primera etapa de la caminata empezó a llover suavemente, lo que me hizo pensar de inmediato que se rompería esa máxima por la cual, cada vez que recuerdo coger un impermeable en previsión de que pueda llover, no cae una puñetera gota. Falsa alarma.
Poco después, la lluvia intermitente cesó por completo, lo que no evitó la sensación de humedad que rezumaba por todos los poros del coloso verde y opté por devolver la prenda a la mochila que cargaba mi porteador para no rivalizar en transpiración con el propio bosque.
Caminaba en cabeza del grupo, detrás del ayudante y el ranger, a un ritmo vivo de zancadas largas yo (que luego comprobaría lo inadecuadas que resultaban para este tipo de terreno), a pasos más cortos y decididos ellos dos como si se movieran por el jardín de su casa.
LECCIONES EN LA SELVA
Según íbamos realizando el recorrido, en cada parada que hacíamos para descansar un poco, el ranger Jacob nos brindaba información sobre los gorilas.
Los machos adultos ingieren entre 20 y 25 kilos de hierba al día y viven una media de 45 a 50 años. Cada familia de gorilas se desplaza en un radio aproximado de 8 kilómetros para alimentarse y pueden llegar a moverse de 2,5 a 3 kilómetros diarios.
En esos desplazamientos se intenta evitar que lleguen a los territorios de las comunidades que viven junto al bosque, puesto que cuando lo hacen acaban por comerse las cosechas, tensionando las relaciones entre los dueños de estas y los que se las zampan.
Una de las medidas que se adoptan para evitar estas posibles fricciones pasa por recurrir a los cultivos de té que sirven, por lo general, de barrera por el rechazo (a incluirlos en su dieta) que suscita en los gorilas.
LA TIMIDEZ DIO PASO A UNA MAYOR DETERMINACIÓN
Mi porteador Edward, tras la primera toma de contacto, prudente y no exenta de cierta timidez en su caso, pasó a la acción queriendo prestar un servicio que sin ninguna duda debía considerar necesario.
Volvió a ofrecerme (esta vez con más determinación) el mismo palo que, llegados con el vehículo al punto de inicio de la caminata y realizadas las presentaciones de los porteadores a los que quisimos contratar uno, ya amablemente había rechazado alegando que prefería caminar sin ningún elemento que pudiera interferir mi andadura. No estoy nada acostumbrado a ayudarme con este tipo de utensilios cuando hago senderismo.
Sin embargo, algo debía haber detectado Edward en los andares de este muzungu (extranjero en lengua suajili), incluso antes de que pegara mi primer resbalón serio y acabara con las posaderas rebozadas en un barro cada vez menos visible según avanzaba la ruta.
Y es que empezamos a caminar a media ladera en una zona en la que el ayudante se empleaba a destajo con la vara para despejar la densa vegetación que nos salía al paso, con la sensación permanente, al no poder ver dónde pisábamos, de que uno podía resbalar y rodar ladera abajo en cualquier momento.
En ese primer resbalón, el ranger se había girado (a pesar de que me había incorporado con tanta celeridad como pude para disimular la culada, con indudable poco éxito pues el porteador transitaba detrás de mí) para advertirme en un tono admonitorio: -“Don’t run” (“no corras”)
Un consejo que traté de seguir, aunque no estuviera del todo ajustado a lo que verdaderamente me convenía para el tipo de terreno que enfrentábamos. La indicación fetén me la apuntó Edward cuando repetí el aterrizaje de nalgas con una brusquedad si cabe mayor que en la primera caída.
Con una educación exquisita me tendió nuevamente el palo que volví a rechazar en un ejercicio de contención que disimulara mi fastidio interior y se dirigió a mí en estos términos: -“You should take small steps” (debes dar pasos cortos).
La instrucción, incuestionable en su pertinencia, fue incomprensiblemente desoída sin consecuencias para mi integridad.
Bajo mis pies no se veía nada y la sensación de inestabilidad a cada paso que daba era francamente notoria, pero mi incapacidad para caminar en “modo pingüino”, pudo acabar en un percance mucho más serio de lo que resultó el susto que me produjo un tercer traspié y que mudó al instante en genuino asombro por lo bien librado que había salido de éste.
Y es que nada más poner el pie izquierdo (después de una zancada) en un punto que estimaba tan seguro como cualquier otro, me hundí con esa pierna hasta la misma ingle.
Como he mencionado, ahí si me asusté con lo que milagrosamente no había terminado en un esguince o quien sabe si una rotura y rendido a la evidencia acogí en mi seno el dichoso palo, después de que Edward me ayudara a salir del pozo que mi extremidad había perforado en el colchón vegetal.
Los compañeros del grupo que caminaban detrás y no presenciaron el hundimiento, comentarían más tarde la sorpresa que les produjo ver el hueco en el follaje sin saber qué lo había ocasionado.
A partir de esta incidencia el nivel de mi congoja se igualó con la de Edward y por motivos no tan distintos de lo que pudiera parecer en un principio.
En mi caso, por no despeñarme desde una de esas laderas inestables. En el suyo, por preservar su pellejo en el supuesto de que perdiera despeñado a su “muzungu”.
ENCUENTRO INOLVIDABLE CON LA FAMILIA DE GORILAS
Cuando alcanzamos (tras una caminata de aproximadamente dos horas) la posición de los rastreadores y nos anunciaron que a menos de 20 metros se encontraba nuestra familia de gorilas, el episodio de la ingle pasó de inmediato al olvido.
No se veía ni oía nada, por lo que habría resultado igual de creíble que nos hubieran dicho que estaban a 3 metros o a 1 km de distancia.
Pero sí, ya en compañía únicamente del ranger y provistos de nuestras cámaras fotográficas, nos abrimos paso lenta y silenciosamente a través de las barreras verdes que nos rodeaban, para en pocos segundos detenernos a escasos metros de la ubicación donde un grupo de gorilas parecía a primera vista estar descansando.
Nos acercamos hasta el punto más próximo que el ranger autorizó para deleitarnos en la contemplación atónita de los primates por un espacio de tiempo que, si bien superó con creces la hora reglamentaria (cortesía de Jacob vista la tranquilidad con que se desenvolvieron los gorilas en todo momento), a mí se me fue en un suspiro.
Las 17 familias que habitan «El Bosque Impenetrable de Bwindi» están integradas por un número variable de miembros que oscila entre los 8 y los 22 ejemplares. La nuestra constaba de un único macho espalda plateada, 7 hembras y 4 crías.
Cuando un gorila espalda plateada se enfrenta a otro “silver back” y sale derrotado, se le presentan dos alternativas: quedarse en el grupo y someterse al macho dominante o retirarse para vivir en solitario.
Así es que, en nuestro grupo, de haber surgido la competencia entre dos machos, el que teníamos a escasos metros había salido victorioso.
GORILAS EN LA INTIMIDAD
Ajenos a nuestra presencia, el macho colocado boca abajo dejando a la vista su brillante pelaje nevado, despiojaba con toda delicadeza (e ingería todo lo que retiraba) la espalda de una de las hembras que, inmóvil y plenamente entregada a la labor de su particular “peluquero”, debía estar disfrutando de un estado de relajación tal, que nada ni nadie parecía poder alterar.
Tanto era así, que alguno de los pequeños momentáneamente se puso a emular al macho con mucha menos convicción y constancia que éste, interrumpiendo muy pronto la tarea (debió resultarle un trabajo harto ambicioso limpiar esa inmensa espalda), para acabar subiéndose encima de la hembra y al comprobar que no se movía, sentarse después junto a ella cruzado de brazos.
Algo más alejados de la posición en la que nos encontrábamos nosotros disparando las cámaras como si asistiéramos al “photocall” de un festival de cine, otras dos hembras descansaban (quien sabe si deseando ocupar el lugar de la que estaba siendo acicalada) mientas jugueteaban a su alrededor las 3 crías restantes.
Si entre los adultos reinaba el sosiego y la tranquilidad, entre los más pequeños todo era alboroto, movimiento, juegos y provocación.
El macho con precisión de cirujano seguía esculcando centímetro a centímetro la espalda de la hembra, cuando en un momento determinado ésta se animó a cambiar de posición colocándose panza arriba y sus ojos quedaron fijos en el objetivo de mi cámara.
Es más que probable que entonces se percatara por primera vez de nuestra presencia, pero poca o nula incomodidad le produjo esta circunstancia, abandonándose nuevamente al placer que le proporcionaba el masaje que en esos instantes recibía en otras partes de su anatomía.
Poco después el macho se incorporó levemente y pudimos fotografiar un primer plano de su rostro.
Su mirada se centró a continuación en los más pequeños como si hubiera tomado conciencia de que también eran merecedores de alguna atención, antes de regresar con la hembra que, tumbada panza arriba parecía volver a requerir los servicios del macho.
Cuando el ranger Jacob nos dio el último aviso que marcaba el final de nuestro mágico encuentro con los gorilas, la cría más pequeña del grupo se encontraba apoyada contra la enormidad del cuerpo del “espalda plateada”, mientras éste apuraba la limpieza de una de las extremidades de la hembra que, supongo ya satisfecha por el tratamiento recibido, descansaba plácidamente sentada.
REFLEXIONES TRAS UNA EXPERIENCIA ÚNICA
Después del encuentro con los gorilas comimos en el bosque. Nos esperaba una caminata hasta el punto donde nos esperaban los vehículos algo más corta y sin duda menos excitante que la que habíamos realizado siguiendo el rastro de la familia de primates que nos habían asignado, pero con el convencimiento de que la experiencia vivida quedaría para siempre grabada en nuestra memoria africana.
Fue entonces cuando, a medio camino de donde se encontraban los vehículos, avistamos unos cultivos de té dispuestos en un semicírculo que recordaba a un anfiteatro romano, con los que se establecía esa frontera imaginaria para los gorilas de montaña de la que nos había hablado Jacob.
Y es entonces que me asaltó un sentimiento de melancolía por dejar atrás un ecosistema único, tan próximo y a la vez tan diferente de donde nos encontrábamos y entendí que ahora sí debía despedirme de los gorilas de montaña hasta una nueva ocasión…