EL OSO GRIZZLY
YUKON, ALASKA, EE.UU
Fotos: TRAVEL ROAD PARTNERS
Alaska es tierra de osos Grizzly. No resulta difícil divisarlos, aunque para ello sea necesario ayudarse de unos prismáticos o del objetivo potente de una cámara fotográfica, en el interior del Parque Nacional Denali.
De hecho, cuando lo visitamos y recorrimos la única carretera existente en uno de los autobuses del propio parque hasta Kantishna, lugar donde la vía se interrumpe y no continúa adentrándose en el interior de la reserva natural, tuvimos la oportunidad de ver una gran cantidad de ellos.
Eso sí, salvo la osa con sus dos oseznos al inicio del recorrido, los contemplamos mayoritariamente en la lejanía, caminando despreocupadamente en búsqueda de comida o quién sabe si de refugio o de compañía, cuando se trataba de algún ejemplar solitario.
En los años 70 del siglo pasado, los osos grizzly llegaron a encontrarse en peligro de extinción, razón por la que se implementaron programas de conservación que permitieron que en la actualidad la amenaza se haya reducido, aunque no haya remitido completamente.
A pesar de que uno de los principales objetivos de todo viajero que llegue a Alaska pueda ser ver a los osos grizzly en libertad, debemos tener presente que un encuentro fortuito con estos animales puede resultar muy peligroso, especialmente si se trata de una hembra en compañía de sus crías.
Su instinto natural de protección la llevará a percibir una amenaza donde en ningún caso exista, armado como pueda uno estar con una simple cámara fotográfica.
Es por ello que por el bien de nuestra propia integridad, poder contemplar esta enorme especie de oso pardo en un ambiente de seguridad pasó a ser una prioridad, ya fuera desde un vehículo o bien separados por algún tipo de barrera u obstáculo natural.
Caminar por un bosque aislado y tener un encuentro inesperado con un oso grizzli, podría convertirse en una increíble historia con la que sorprender a la familia a nuestra vuelta del viaje, siempre que viviéramos para contarla…
No puedo ocultar que en algún pasaje del viaje fantaseé con la posibilidad de vivir una situación como la anterior, esto es, con un encuentro fortuito con un oso (de preferencia sin descendencia a su alrededor), en la que pudiera sentir una intensa emoción que imaginaba después difícil de describir y que acabara con un puñado de buenas fotografías.
Esa fantasía no podía negar que se había hecho realidad con la osa y los dos oseznos en el parque Denali, tanto por la proximidad con la que pudimos fotografiarlos como por la seguridad que nos brindaba el autobús y el tiempo que disfrutamos de su presencia.
Los oseznos juguetones y la osa paciente y resignada como sólo una madre pueda llegar a serlo con los suyos, nos regalaron un momento inolvidable en este vídeo.
Me convencí entonces de que resultaría imposible mejorar la experiencia sin exponerme a un riesgo quizá inasumible. Pero sobre todo que no se presentaría una ocasión mejor para fotografiarlos en su ambiente.
No podía estar más equivocado en lo que respecta a que se presentase una oportunidad que mejorara la experiencia anterior. No lo tengo tan claro con relación al riesgo que corrí durante la misma.
Después de llegar a Fairbanks, la segunda ciudad más importante de Alaska detrás de Anchorage y la población situada más al norte de cuantas visitamos, nos dirigimos hacia Whitehorse transitando en dirección suroeste por la Alaska Highway.
Pasaríamos antes una noche en Beaver Creek, para cubrir al día siguiente la etapa que nos llevaría hasta Whitehorse, ya en la región de Yukon en territorio canadiense.
La Alaska Highway es una de las carreteras más solitarias que hayamos recorrido nunca en Estados Unidos.
Lo que empezó como una simple broma sobre el escaso tráfico que esperábamos encontrar, se tradujo con el paso de los kilómetros en un conteo (tan inexistente como preciso) de los vehículos que nos íbamos cruzando en uno y otro sentido.
No exagero lo más mínimo si afirmo que en 500 kilómetros, el número de vehículos que vimos no superó la doble docena.
LA DESOLACIÓN COMO COMPAÑERA DE VIAJE
Todo lo que de soledad y aislamiento nos transmitía la Alaska Highway, lo hacía también de una atrapante serenidad, no exenta de espectacularidad. La de un entorno natural que combinaba sus perfiles montañosos, extensas praderas y en ocasiones bosques más o menos densos, en ausencia casi total de poblaciones o siquiera alguna casa perdida en la inmensidad.
Nos invitaba a imaginar que estuviéramos explorando un territorio desconocido nunca antes hollado, nuestra particular e inacabable hacienda privada.
Durante muchas decenas de kilómetros circulamos ensimismados siguiendo una ruta alaskeña hacia ninguna parte, considerando además que nuestro destino, Whitehorse (primera población de relativa importancia), se encontraba ya en Canadá.
Nos detuvimos a comer en una minúscula población llamada Haines Junction que contaba con poco más que una gasolinera, un motel y alguna que otra tienda esporádica.
Costaba trabajo creer que pudiera prosperar allí cualquier tipo de negocio.
En esta tienda se ofrecían desde duchas y lavandería hasta licencias de pesca
Y lo que nunca falta en cualquier asentamiento por pequeño que sea…
El negocio de las almas prospera incluso allí hasta «donde no hay ni un alma»
Teníamos previsto llegar esa misma tarde a Whitehorse y visitar el Klondike, ese mítico barco de vapor que remontaba el río Yukon hasta Dawson City situada a 533 kilómetros de distancia, en la época de la Gran Depresión americana de 1929.
Después de comer un bocadillo en el coche, ya que no nos parecía apropiado hacerlo en una gasolinera si no íbamos previamente a repostar, nos pusimos en camino hacia Whitehorse.
Nos esperaba un trayecto de 155 kilómetros por la Alaska Highway en dirección este y una densidad vehicular parecida a la disfrutada en la jornada matinal, en la que nos fotografiamos en medio de la carretera recitando una oración en memoria del tráfico perdido.
Un rato después de haber reanudado la marcha, de haber perdido la cobertura en los móviles y de que el navegador se hubiera convertido ya en el accesorio más inútil de cuantos llevábamos en el coche, se agitó mi estado de ensimismamiento consciente (no en vano iba conduciendo) cuando Javier profirió en alta voz la palabra mágica: “oooooooooso”.
Estoy convencido de que, si hubiera ido solo, habría pasado de largo sin remisión. Y eso que junto al arcén se encontraba estacionado un vehículo, a una distancia prudente del lugar donde un oso grizzli adulto daba buena cuenta de una hierbas que crecían próximas a la sección de la vía.
El individuo adosado al vehículo como si se tratara de un sidecar dirigía su mirada hacia el oso
Frené tan rápido como me permitió mi capacidad de reacción, deteniendo el coche en el borde de la carretera.
Antes de pasar a describir lo que sucedió a continuación, me veo obligado a precisar lo que cualquiera podría calificar de perogrullada: que un oso alimentándose junto al arcén de una carretera no tiene similitud alguna, salvo por su circunstancial ubicación, con una ardilla que estuviera alimentándose de los mismos frescos hierbajos.
Sin embargo, sumido en lo que luego bauticé como el síndrome THI o Trance Hipnótico Irresponsable, sin cruzar palabra alguna con Javier, cogí mi cámara del asiento trasero, me bajé del coche, crucé la carretera y empecé a caminar lentamente hacia el oso del que únicamente podía ver el lomo y su enorme trasero.
Desde nuestra ubicación, la visión de su cabeza nos estaba vedada, no sólo porque no separase el morro de la vegetación con la que se estaba dando un festín, sino por la orientación del propio animal, en paralelo al eje longitudinal de la carretera pero apuntando en sentido contrario al de nuestra marcha.
Javier se quedó junto al coche en el arcén del carril por el que transitábamos antes de detenernos, tan sorprendido por la presencia del oso que quizá no reparó en ese momento en la imprudencia que estaba cometiendo.
APROXIMACIÓN POR LA RETAGUARDIA
Cierto es que en ese lugar no había que preocuparse porque un camión de 18 ejes asustara a su paso al grizzly o que un dominguero accionase su bocina para hacerse el gracioso. Ni siquiera por cruzar precipitadamente y sin mirar la carretera en el supuesto de tener que huir despavorido a refugiarme en el coche si el plantígrado reaccionaba inconvenientemente.
Tampoco por el del vehículo, que ya se había retirado, posiblemente espantado por lo que imaginaba fuera a ocurrir de forma inminente y que hubiera podido resultar un testigo incómodo en el caso de presentarse un furibundo ataque del oso.
Lo que es indudable es que allí me encontraba yo, caminando como un sonámbulo, en un inexplicable estado de trance, accionando el disparador de mi cámara compulsivamente y deseando, al mismo tiempo que mi inconsciencia se tornaba más patente (no para mí, pero sí previsiblemente para Javier), que el plantígrado se girara y me ofreciera una estampa a la altura de una escena difícilmente repetible.
Escuchar entonces un “Tsssssss, no te acerques más…”, que el grizzly se girase 180 grados, verle perfectamente centrado en el visor de la cámara con una hierba asomándole por la boca y sentir una sacudida indescriptible de adrenalina cuando su mirada fija se cruzó con la mía a través del objetivo de la misma, fue todo uno.
Ahí sentí un cierto miedo, sería ridículo negarlo, pero recordé aquello de “conservar la calma y evitar salir corriendo, dando la espalda a algo mucho más rápido que uno”. Si realmente hubiera querido atraparme, no habría tenido ninguna posibilidad de alcanzar el coche.
Continué fotografiándole mientras retrocedía lentamente. El oso se movió hacia mi posición con cierta parsimonia, quizá fastidioso porque ya no pudiera comer tranquilo ni donde “Cristo había perdido la fe”.
De repente, en una brusca maniobra que no pude captar con la cámara, dio un salto de no menos de tres metros y se perdió en la espesura del bosque, buscando la privacidad que le brindaba la línea de árboles más próximos a la carretera.
Han transcurrido más de seis años desde nuestro encuentro con el grizzly y mi recuerdo es tan vívido como si hubiera sucedido ayer. No menos cercano me resulta el recuerdo de la reprimenda que me dedicó Javier cuando llegué a la altura del coche, tan impresionado como yo por lo que acabábamos de presenciar.
Que Javier se despistara un segundo había resultado suficiente para que no hubiera visto la maniobra del oso escabulléndose en el bosque…