DESIERTO NAMIB, NAMIBIA, ÁFRICA
El desierto “Namib” en Namibia con una superficie superior a los 80.000 kilómetros cuadrados se extiende a lo largo de la costa bañada por el océano Atlántico, desde la frontera con Angola por el Norte hasta la frontera con Sudáfrica en el Sur, con una anchura variable que oscila entre los 80 y los 200 kilómetros.
Fotos: TRAVEL ROAD PARTNERS
El desierto es una gran anomalía o quizá se trate de la perfecta paradoja. Allí donde se percibe todo como un entorno inmutable y estático, no dejan de moverse ciertos elementos; en el lugar en el que crees verte envuelto en la uniformidad y homogeneidad más inalterable, los matices más diversos se presentan en una sucesión interminable de luces, colores y perfiles.
En el entorno que imaginaríamos menos propicio para cualquier forma de vida, ésta se abre paso sumándose al hábitat que posiblemente proteja mejor a sus moradores y muestre su cara más implacable con los inadaptados.
La arena en constante movimiento se aferra a los pocos obstáculos que encuentra a su paso
Los colores del atardecer en el desierto ejercen un poderoso magnetismo
Órix buscando alimento entre en los escasos hierbajos secos al pie de unas dunas
EL PRIVILEGIO DE SOBREVOLAR EL DESIERTO NAMIB
Dos días intensos en actividades de lo más variopintas me permitieron sobrevolarlo en avioneta. Adentrarme en él por la única carretera existente hasta la región de Sossusvlei y caminar dificultosamente sobre el lomo de uno de los gigantes dormidos, la Duna 45, hasta lo que se me representaba como el largo cuello de una criatura mítica, apoyado suave y cadenciosamente sobre la siguiente mole, en actitud tan reposada y expectante como la de la masa que la precedía y la de aquélla que, allá en la lejanía, la sucedía.
Hondonada de Sossusvlei sin rastro alguno de agua
En esa jornada del mes de noviembre del año 2022 iniciamos nuestra marcha desde la capital Windhoek antes de las 7.00 Am.
Nos separaba una distancia hasta nuestro alojamiento, situado en la frontera inmaterial más visible de cuantas atravesaríamos en nuestro periplo africano (la del desierto Namib, otra particularidad paradójica más), de aproximadamente 400 kilómetros; los cubrimos en algo menos de 6 horas transitando por una carretera que, en dirección suroeste, se mantenía asfaltada hasta la ciudad de Rehoboth (distante 90 kilómetros de Windhoek) y nos ofrecía a partir de ahí, la rodadura traqueteante de los caminos polvorientos que presumíamos en nuestra aventura africana.
En el recorrido hasta nuestro destino vimos algunos animales como babuinos y una de las especies de antílope que merodean por la región, el órix, mientras contemplábamos los cambios graduales en el paisaje.
Los árboles y matorrales bajos fueron menguando al tiempo que el terreno suavizaba sus formas, distanciando progresivamente las colinas, montañas y cerros, desplegando ante nuestros ojos una inmensa llanura seca de un color amarillo pálido.
De camino hacia el desierto de Namibia desde Rehoboth
Esa misma tarde algunos de los del grupo realizamos el vuelo en avioneta antes incluso de llevarnos algo al estómago después de la travesía terrestre matinal, circunstancia que luego agradecí, pero que en ese momento estaba lejos de imaginar el motivo por el que lo haría.
Sobrevolamos durante 45 minutos el Namib a una altura media de 300 metros sobre la superficie, en una trayectoria circular en la que cubrimos una distancia total aproximada de 180 kilómetros.
Desde el aire, la arena todo lo engullía como una masa informe a la que no pudiera ponérsele freno, rodeando primero y enterrando después los solitarios macizos rocosos que, como barcos abandonados en un naufragio, se entregaran impotentes a su trágico destino.
Macizos rocosos frente al asedio arenoso
Algún coloso todavía conseguía hacerse ver
La avioneta, mientras volábamos el cañón Sesriem, la Duna del Corazón, los enigmáticos Círculos de las Hadas (cuyo origen aún en la actualidad sigue discutiéndose) y la carretera que transitaríamos al día siguiente en todoterreno como si de la estela de un avión se tratara, parecía haberse encarnado en el cuerpo de una libélula, surcando la inmensidad de un océano de arena rizado con su oleaje respondiendo brioso al azote del viento.
Sesriem Canyon completamente seco
Los misteriosos Círculos de las Hadas
Duna del Corazón
Una libélula en la inmensidad desértica
NOS ADENTRAMOS HASTA SOSSUSVLEI
Tras esta primera jornada inaugural, con las primeras luces del alba de la segunda, partimos hacia Sossusvlei en varios vehículos, siguiendo la única carretera existente en el desierto, que se encontraba asfaltada a lo largo de sus 65 kilómetros con la excepción de los 5 últimos.
Óríx caminando por el desierto, quien sabe si en busca de alimento o compañía
Al final del recorrido nos esperaba una de las dunas de mayores dimensiones del desierto, en la que la silueta al contraluz de un pequeño grupo de personas sobre la inmensa masa de arena me recordaba a un ejército disciplinado de hormigas en misión de reconocimiento.
No por otra razón se la ha bautizado con el nombre de Big Daddy. Antes de emprender el regreso (la carretera se interrumpía abruptamente en esa zona, separada de la costa atlántica por algo más de un centenar de kilómetros), caminamos hasta la Dead Zone o ”zona muerta”, una depresión en el terreno que se mostraba como una huella indeleble de la, en el pasado, remota presencia de agua y vegetación, al abrigo de la impresionante duna Big Daddy.
Un grupo de expedicionarios subiendo la duna Big Daddy
La depresión de la «zona muerta»
La “zona muerta” era ahora lugar de descanso de los esqueletos de vida que en un tiempo pretérito acogió en su seno.
Restos de los árboles muertos en la Dead Zone
Resultaba muy curioso comprobar cómo, según se avanzaba por el fondo del cuenco de la “zona muerta”, los restos de troncos secos se espaciaban cada vez más hasta desaparecer por completo a la sombra del enorme paredón que se levantaba en el extremo más alejado del punto por el que habíamos accedido a esta depresión.
Coincidía esa menor densidad de vestigios arbóreos con un terreno que parecía estar cada vez más cementado, un suelo pétreo para el que hubiera sido necesario emplear un martillo hidráulico de haber querido plantar un simple geranio.
Suelo petrificado en la Dead Zone
Antes de regresar por la solitaria carretera que arañaba la superficie del océano de arena, nuestro guía y conductor Pemba quiso enseñarnos la duna Big Mamma, de un tamaño algo menor a la Big Daddy, y la planta de la que brotaban los Nara Mellons o “Melones Nara”, una de las pocas, por no decir la única fuente de alimento en el desierto, dando por descontado que el órix no se encuentra amenazado por depredador alguno y que nadie se molestaría en llegar hasta aquí para comerse un escarabajo.
Duna Big Mamma
En aquel emplazamiento pude fotografiar un pequeño letrero que indicaba que nos hallábamos en Sossusvlei, término que significa “depósito laguna”.
Si bien no se veía una gota de agua en ese mes de noviembre, nos explicaron que hasta el mes de junio se conservaba una menguada reserva del líquido elemento caído en los tres meses anteriores, hasta que la ausencia de precipitaciones había secado por completo toda la hondonada.
Accediendo en el todoterreno la hondonada de Sossusvlei
UN PASEO POR LA DUNA 45
El programa de actividades de esa mañana aún nos reservaba el plato fuerte de la Duna 45, denominada así por el punto kilométrico en el que se encuentra y una de las de mayor tamaño del desierto junto con la Big Daddy.
Nos detuvimos al pie de la imponente montaña de arena, que se alzaba retadora para todo el que quisiera enfrentarse a tan peculiar ascensión.
Duna 45 con su primer tramo en pronunciada pendiente
Por lo que a mí respecta no pude resistirme a intentarlo, a pesar de que era consciente de la energía que me demandaría.
Caminar por arena siempre resulta trabajoso, pero cuando a la incómoda sensación de hundirte hasta los tobillos con cada paso, se suma el tener que subir por una pendiente que en su tramo inicial era considerablemente pronunciada, sólo la firme determinación de querer llegar a la cima (si es que puede hablarse de cima en una duna), me permitió disimular la pérdida de la compostura con que por momentos adorné la ascensión al coloso de arena.
Subiendo por la Duna 45 superado ya el tramo de pendiente pronunciada
Sin embargo, nada como la observación y el disfrute de las vistas desde la azotea de este enorme edificio de arena, para valorar en su justa medida el esfuerzo realizado.
Final del recorrido por la Duna 45, una perfecta limatesa sin huellas de pisadas
Desde lo alto de la duna se apreciaba claramente el contraste de colores de los distintos tipos de arena presentes en el desierto.
La de color amarillo pálido era autóctona del desierto Namib, mientras que la anaranjada y la de tonos ocres más o menos oscuros provenía del celebérrimo desierto del Kalahari situado a varios cientos de kilómetros hacia el este de la ubicación en la que ahora me encontraba.
Debía su color más oscuro a la presencia de partículas de hierro y su vocación viajera al despliegue de fuerzas, en juego caprichoso de la naturaleza de los vientos predominantes en el país.
Vista del desierto Namib desde la Duna 45
En ese instante comprendí el misterio que encerraba el desierto, su más preciado tesoro.
Y es que allí donde todo parecía inmutable, homogéneo y uniforme y donde había creído incompatible cualquier forma de vida, me sentía más vivo que nunca.